martes, 17 de mayo de 2016

LA MAGIA DEL PERDÓN






No sé si hayan visto la película ‘Intensamente’. Una amiga, al verla, me dijo que yo era igualita a Alegría. No la había visto, pero cuando vi la muñequita, asumí que era por esos ojos enormes y la sonrisa que siempre llevaba pintada. Pero la verdad, no soy Alegría por eso. Es por todo lo que ella es, sobre todo por sus ganas de encerrar a la tristeza para no dejarla salir.

Siempre he sido de las personas que no se deja llevar por las tristezas. Esa frase que dice “estoy depre” no hace, ni ha hecho parte de mi léxico. Para mí estar triste es una pérdida de tiempo. La vida es tan corta como para detenerse a estar triste que ni por mi cabeza pasa. Pero la verdad lógica es que no soy de piedra, me duelen las cosas. Pero lloro uno o dos días y pasó. Y hoy, 32 años después, acabo de descubrir el gran error de mi proceder.

Hace como un mes atrás empecé a sentirme triste. No sabía exactamente por qué. El amor no era. Ya había “pasado” eso que me dejaron y ya había hecho lo de siempre: llorar dos días y salió. 

Trabajo tampoco. Adoro mi trabajo, pero empecé a encontrar que ya no le hallaba el gustico y la pasión. Comencé a asustarme. 

La familia estaba OK. Mi hijo estaba juicioso como siempre, las discusiones normales pero nada raro. Hasta que un día reventé a llorar por una nimiedad. Me dijo a las 9:30 p.m. que necesita una impresión a color de no sé qué cosas de sociales para el otro día. Estallé. Después de un día terrible en la oficina, salí a esa hora de mi casa rumbo a la Comercial Papelera (la amiga fiel de todos los padres) y lloré todo el camino, en el local y de regreso. No quería entrar en la casa. Solo lloraba y no encontraba explicación. Llegué a las 11:30 p.m. con los ojos a reventar, con una tristeza infinita y sin saber exactamente por qué lloraba.

Y andaba arrastrando una tristeza que se me hacía estúpida porque en realidad no había nada por qué sentirme triste: Trabajo perfecto, familia divina – a nuestra manera-, deudas normales – nada para enloquecer-, novio no necesito y cualquier cosa salgo con amigos por ahí. Entonces, ¿qué carajos me pasaba? No encontraba sabor en la vida, nada, nada, nada, nada me animaba. Y yo jamás había estado así. En mi vida.

Un viernes, volví a reventar a llorar. Esta vez en mi oficina. Vi un video antiguo de mi ex marido y fue como abrir un grifo. No paraba.

Había escuchado hablar de la depresión. Que era una tristeza muy fuerte que te pesaba y no se iba. Pensé ir a un psiquiatra a ver si eso era lo que tenía. Podría ser. Había que descartar. O me podría decir que estaba loca por pensar que estaba loca. Hice lo que todo experto en salud hace: entré a Google a buscar síntomas de la depresión. Me sorprendí al ver que es una enfermedad como el asma o la diabetes que hay que tratar. Pero me confundí. Algunos síntomas los tenía, otros no.

En medio de mi preguntadera a mí misma, vino a mí algo que me dio la claridad de ver que a él, mi ex marido, jamás lo lloré. Mi separación fue un proceso largo, pero no tan doloroso (creía yo). Apenas me separé, apliqué mi estrategia infalible: llenar mi cabeza de proyectos, lecturas, salidas, viajes, mantenerme ocupada, aprender algo nuevo. Y me funcionó a la perfección. Eché lágrima algunas veces, pero la verdad. No fue nada.

    
Pero además de no llorarlo a él, no lloro a nadie, ni porque me dejan, o los dejo, o nos abandonamos o se muere. Ni por cosas. Por ninguna pérdida de nada ni de nadie. Para mí, nadie valía mis lágrimas.

Pero fue terrible darme cuenta que así había sido siempre. Murió mi abuelita, con la que viví mi vida hasta los 13 años y por más que sabía que estaba enferma me invadió una tremenda rabia con la vida y mi familia. Sí lloré. Pero los dos días reglamentarios y pasó. 

Me fije que en mi corazón había un gran cuarto de San Alejo lleno de tristezas. Cuando alguna llegaba, hacía una bolita y la lanzaba a ese cuarto, creyendo condenar ese episodio al olvido. Lo que no sabía es que ese cuarto tenía límite de llenado. Y un día no recibe ni una tristeza más.

Ese fin de semana tenía todos los planes del mundo. Pero no salí a nada. No tenía ánimo de nada. Solo mis libros, mis películas, mi vino y yo. Y recapitular las tristezas.

Sabía que debía empezar un duelo. Pero el pánico entró cuando me vi sin tener la menor idea de cómo llevarlo. Lo sé. Suena extraño y hasta estúpido. Pero es la verdad. Soy humana y no tengo idea qué se hace en un duelo.

¿Debía ponerme a llorar?, ¿no comer?, ¿vestir de negro?, ¿hacer un entierro simbólico de todo?

Qué cosa tan difícil esta de no saber expresar una tristeza. 


Lo primero que hice fue entender que la tristeza no puede ser tan mala como me la imaginé. Me tengo que permitir sentirla, asimilarla como una expresión tan humana como las sonrisas. No satanizarla. Pasé a la etapa de agradecimiento. Agradecer al universo que me dejó ver lo que en mí pasaba y agradecer por el lugar tan privilegiado en el que me encontraba.

Luego, me armé de valentía y traté de digerir los procesos donde era necesario el sentir tristeza. Identificados, fui a donde los directos implicados. 

Desde ese lunes siguiente me puse en la tarea de perdonar y pedir perdón. Perdón por pasar encima de la gente, perdón por no escuchar razones, perdón por ser tan egoísta y pensar solo en mí, perdón por ser tan dura, tan exigente, tan perfeccionista con los otros, perdón por destruir sueños.

Pero también otorgué el perdón a otros que ni si quiera me lo habían pedido. Los perdoné por usarme, por mentirme, por pisotear mi ego hasta lo más bajo, porque me llenaron de vacíos. Perdoné a los insistentes, a los excesivos, a los histéricos. No fueron todos, porque es un proceso largo de tristezas sin salir, pero en ese camino voy.

Y no saben, queridos, cómo mi vida ha mejorado.

Mi amiga lo había detectado hace tiempo. Yo no. Yo era Alegría. Y tal cual, así como en la película, y a esta edad, acepté que puedo vivir con tristeza y no todo puede ser color de rosa. Tarde, pero lo aprendí.


Permitirse sentir es una cosa humana maravillosa. El perdón es esa magia divina que nos hace mejores. Es soltar. Es ver las cosas con amor, rodear a los otros con una hermosa luz y seguir en paz adelante.