martes, 25 de junio de 2013

Lo lloro tres días, me maquillo, me pongo tacones y a comerme el mundo…



Creo que últimamente me he fijado que existen hombres que nos temen a algunas mujeres.


Nosotras no queremos casarnos y tener hijos con cada uno con el que tenemos una relación. Algunas veces solo buscamos compañía o pasar un ‘ratito’ agradable; y está bien, una que otra vez, divertirnos. Pero son muy muy pocas.


Pero cuando eres clara y les dices lo que quieres, de frente, simulan aceptarlo, y luego, huyen despavoridos.

Eso le pasó a Laura, una amiga que vino a hacer una maestría a España. Es argentina ella. Socióloga, inteligente, valiente y para qué mentir: muy guapa.

Ella vino antes que yo. Postergó su trabajo con una fundación en Buenos Aires y unos proyectos que tenía porque es una loca enamorada de España.

Al venir, ella quiso seguir con su “novio por correspondencia”, -como le dice ella- con el que llevaba dos años. Pero el tiempo, la distancia y la falta de contacto, hizo que lo dejaran en menos de seis meses de separación. “Cuando no es, no es”. Normal.

“De verdad yo sentía que él era para mí. Pero hay circunstancias que son más fuertes. Él cambio. Y yo también”.

Hace poco la vi feliz con un alemán súper buena onda. Él hablaba perfecto español. Gunnar estudió una maestría en Argentina. Nunca se había visto en la vida hasta una noche en que sus amigos alemanes vinieron a visitarlo y se encontraron en un bar en la calle del Barco.

Luego de las copas se separaron esa noche cada uno a sus pisos. Pero Gunnar se saltó, lo que él denominaba, la regla de no llamar a una chica que recién conoces sino hasta los tres días. Esa misma madrugada le escribió para saber cómo había llegado a su casa.

Se vieron después con la luz del día. Fueron a tomar cañitas a ‘Ojalá’, un bar cerca de Tribunal. Parecía que ese nombre era la puerta de su historia.

Tenían mucho en común y a ella le encantaba como le contaba historias de su Buenos Aires querido.

Se le hacía gracioso cómo pronunciaba la palabra ‘boludo’ y cuando le decía que su habitación estaba hecha un ‘quilombo’.

La tarde se hizo noche, fueron a un bar a ver un partido de fútbol y luego a tapear con más y más cañas. Se besaron hasta el cansancio.

Y llegó el momento. Ella le ofreció un amor con fecha de caducidad. Laura fue tan clara como para proponerle que se disfrutaran hasta octubre, mes en que ella regresa a su país. Porque sabe que su vida está allá. Su trabajo, sus amigos, sus contactos. Todo.

Laura es de esas mujeres que se cree inmune. Que ella jamás se va a enamorar, siempre y cuando tenga su meta clara en la vida. Su meta es llegar muy lejos en el plano profesional y ningún amor le va a cambiar los planes.

Gunnar aceptó su propuesta suicida. Y fue hermoso el poco tiempo que duró. Ella era su milagro y su princesa. Aprendió a hacer desayunos y palabras alemanas. Y se encontró con que, efectivamente, los alemanes son muy cuadriculados, pero este era más latino que cualquiera. Risas, cosquillas y mimos.

Pero como todo lo hermoso, esto no duró. Cada vez y cada vez él más lejos. Hasta que él le confesó que no quería enamorarse de ella. Siguieron, pero a más y más kilómetros afectivos de distancia.

“Dianis, (como me dice ella) yo no me enamoré. Pero es que uno estando sola uno se aferra mucho a lo bonito que encuentra. Y más con un hombre tan lindo. Sexo? Eso lo encuentro en cualquier parte. Yo solo quería amanecer con alguien así fuera una vez por semana. Con alguien a quién entregarle cariño y que sabía que también me lo entregaba”.

Fue la misma Laura la que le dijo que no más. Y él le dijo que no quería terminar mal con ella. Que ella le caía “muy bien”.

“Muy bien? Muy bien me caen mis compis de piso y no les digo mi amor ni me acuesto con ellos”. Dice con su carácter fuerte.

Solo le quedó un chocolate que él le trajo de un viaje. Ni siquiera son amigos en Facebook. Tal vez ninguno quería que algo se supiera del otro.

La vi triste unos días. Pero luego de llorarlo tres días, se maquilló, se puso tacones y salió nuevamente a comerse el mundo.

Lo sé. Los hombres no entienden de eso. Ni Gunnar ni ninguno.

Eran solo dos extraños concediéndose deseos...